Por Jorge Raventos
Antes de la movilización de la CGT del último martes y para evitarla, el gobierno desplegó un amplio esfuerzo de presión sobre los dirigentes gremiales, que incluyó acciones del propio Presidente de la República. Luis Barrionuevo, el veterano líder de los trabajadores gastronómicos, reveló que Mauricio Macri se comunicó con él por teléfono: “Me llamó para reprenderme, enojado, porque es un chico caprichoso”, dijo. Según Barrionuevo, para concluir la conversación el Presidente le recomendó que se cuidara.
La conjura de los tontos
Cuando el martes, al finalizar el acto cegetista, grupos militantes y provocadores ocuparon agresivamente el escenario y hostigaron con cantos y amenazas a la conducción sindical, algunos comentaristas evidentemente ansiosos por halagar al gobierno se dedicaron a escarnecer a los dirigentes gremiales. Los cuestionaban tanto con argumentos acuñados por el oficialismo (“intencionalidad política” del llamado a la movilización en un momento en que “parece que las cosas mejoran”) y también, simultáneamente, con argumentos de los grupos radicalizados (no haber anunciado la fecha de un paro general). Se agregaba un condimento de intención descalificadora: los líderes gremiales no habían dado la fecha -se decía- porque están negociando millonarios aportes del gobierno.
A esa altura, sin embargo, tales esfuerzos de obsecuencia interpretativa no eran compartidos por las cabezas más razonadoras del gobierno que, más allá de las diferencias de óptica con la CGT, habían “tomado nota” de la gran convocatoria y de la representatividad evidenciada por los gremios y al mismo tiempo se preocupaban por los signos de violencia con los que algunos sectores pretenden presionar a la conducción del movimiento obrero y canalizar el creciente descontento de sectores sociales.
Interlocutores responsables
Aunque algunos estrategas de la Casa Rosada se dejen seducir de a ratos por un unilateralismo faccioso, es evidente que el gobierno necesita tener interlocutores responsables, aunque no coincida con ellos.
“El oficialismo fue elegido para gobernar y nosotros para representar y conducir a nuestras bases”, explicó Juan Carlos Schmid, uno de los triunviros que lideran la CGT. Es decir: cada uno debe cumplir legítimamente su tarea y respetar la que cumple el otro. Eso no excluye los conflictos. Cuando llegan, hay que pelear cumpliendo las reglas.
El clima social está agitado. El gobierno lo sabe a través de las encuestas y es posible comprobarlo en la calle. El martes la enorme mayoría de los manifestantes le pedía a la dirección de la CGT que fijara fecha a una huelga general . La conducción sindical, si bien con algunos matices internos, había dispuesto darle algún tiempo al gobierno para que éste revierta situaciones particularmente agudas (incumplimientos de compromisos empresarios en la mesa del acuerdo económico social, y aplicación de medidas destinadas a administrar importaciones). Esa intención moderada de la CGT le ha impuesto costos a sus dirigentes. Finalmente la central obrera fijó fecha para el paro (primera semana de abril) que hace semanas había aprobado genéricamenete el Comité Central Confederal.
Los cuadros más sensatos del oficialismo tienen claro que a esta altura la CGT no podía postergar la huelga y que la situación general requiere un abordaje sistémico, no uno faccioso. El gobierno, lejos de fortalecerse si se debilitan sus socios o sus adversarios responsables, terminaría sufriendo esas circunstancias y abriendo compuertas a tendencias belicosas y dispersivas. En la transición, partidos y sectores con conducciones frágiles y acosadas son caldo de cultivo de la disgregación.
Signo de los tiempos, el Presidente ha encargado un auto superblindado, versión local de “La Bestia”, la limusina que traslada a los mandatarios de Estados Unidos para garantizarles seguridad.
Pobreza y Plan B
Las cifras que acaba de exhibir el Observatorio de la Deuda Social de la Universidad Católica (un incremento de 600.000 indigentes y de 1.500.000 pobres en nueves meses de 2016) permiten comprender mejor la alta temperatura que intenta traducir, canalizar y contener la CGT.
El gobierno promete que bajará esas cifras pero ha abandonado la única meta (mítica) que había enunciado sobre el tema (“pobreza cero”) y no la ha reemplazado por ninguna que permita –en tiempos y números- controlar su cumplimiento.
Aunque los voceros oficiales suelen repetir que “no hay Plan B” y que el oficialismo no cambiará el rumbo, las nuevas circunstancias lo obligan al menos a intensificar el gradualismo. La situación evidenciada por el estudio de la UCA sumada a los primeros rounds de huelga docente, a la movilización cegetista con su epílogo agitado y hasta a los desbordes ocurridos en la progresista marcha de las mujeres del día 8 (también protagonizados por minorías agresivas) promovieron alarmadas reuniones del oficialismo y decisiones de emergencia (por ejemplo, atenuar o posponer aumentos tarifarios que, de aplicarse como estaban programados incidirían en un aumento del costo de vida de unos cuatro puntos en tres meses). Plan B o no, la corrección tiende a evitar que se deteriore más la situación social y que la presión por el salario encuentre nuevos motivos para acentuarse.
Electoralistas somos todos
Así como el gobierno imputa a sus críticos y a los gremialistas que deciden medidas de fuerza estar influidos por motivos políticos y objetivos electorales, habrá que admitir que las decisiones oficiales parecen guiadas por propósitos análogos. Un distinguido cronista que cubre la Casa Rosada para prestigioso matutino porteño, informaba el último viernes que “en medio del conflicto con la CGT y con el peronismo, el presidente Mauricio Macri definió una prioridad para este año: la coalición oficialista Cambiemos deberá ganar las elecciones legislativas del 22 de octubre próximo. Por eso ordenó atenuar y postergar los ajustes del gasto público, el recorte de los subsidios y el aumento en las tarifas del gas, el transporte público y el agua”.
Con la mirada puesta en las elecciones de octubre, el gobierno necesitaría que los “brotes verdes” que celebran muchos economistas (no todos del oficialismo) se vuelvan notorios para la sociedad antes de que se vote. Se requiere, para eso, que la economía confirme su crecimiento, que los salarios reales se incrementen visiblemente (dos o tres puntos por encima de la inflación). Y que todo ocurra rápido (los salarios que se pactan en las paritarias empiezan a cobrarse después de mayo).
¿Son compatibles los objetivos económicos del “Plan A” del gobierno con las rectificaciones incorporadas y con aquella prioridad política que deja trascender del gobierno? ¿Se puede reducir el déficit fiscal, incrementar la producción, bajar la inflación y aumentar el salario real simultáneamente y a tiempo de que esos resultados sean apreciados antes del comicio como para que Cambiemos triunfe en octubre (particularmente en la provincia de Buenos Aires?
Uno de los inconvenientes para compatibilizar esos retazos de estrategia surge de aquella citada crónica del matutino porteño: “el recorte de gastos que se había previsto (…) no se aplicará en el corto plazo. Hacia fines de año o en 2018 podría hacerse la mayor parte del recorte. Cuando pasen las elecciones”. Una estrategia electoral basada en postergar decisiones para ganar elecciones deja un flanco vulnerable que cualquier opositor puede explotar: el programa que aplicará el oficialismo si triunfa es el del ajuste que hoy no se atreve a ejecutar.
El paisaje de fondo incluye la riesgosa posibilidad del faccionalismo y de una aguda polarización social.
Diletantes o arquitectos
La alternativa sería una política arquitectónica, tendiente a consolidar el sistema, el diálogo económico y social, la unión nacional y la gobernabilidad.
Cuando, a principios de este período presidencial, hubo que adoptar medidas fuertes y necesarias, el gobierno, aunque no cuenta con mayorías legislativas y tampoco se basa en una corriente política que se distinga por su poder en la calle, pudo contar con el respaldo (crítico, responsable) de fuerzas políticas y sociales que privilegiaron la gobernabilidad en la transición.
Así se pudo poner en marcha el cambio de etapa: con una serie de acuerdos que lo hicieron factible. Lo razonable si se quiere cambiar en serio es dejar del lado las intenciones de unilateralidad (condenadas al fracaso y conducentes, vía marchas y contramarchas, a la parálisis) y optar por las convergencias de Estado, privilegiando las reformas indispensables para la modernización y procurando acuerdos en torno a ellas. Esa sería una victoria significativa y sustentable.